miércoles, 23 de abril de 2014

Libros que son más

   Salta a la vista que porque la Unesco designe el 23 de abril como Día del Libro no se va a leer más ni, lo que sería aún más deseable, mejor. Esta fecha suele ser más una manera de disimular el remordimiento por no haber dedicado el tiempo que alguien supone necesario a la literatura. Como si leer fuera una obligación moral, heredada en parte de aquella época en que no todo el mundo podía hacerlo. 
   Sin embargo, ahora que al menos en Europa el acceso a la literatura no es una cuestión de clase, es un arte paradójico, que anda siempre dividido entre el acontecimiento comercial (mejor si en vez de una novela son trilogías) y las sectas de freaks o nerds o, simplemente, las clásicas ratas de biblioteca.
   En este sentido, las conmemoraciones cumplen con otra parte del ritual: la nostalgia por aquellos tiempos en que la literatura era tomada más en serio y los escritores eran personajes admirados y seguidos por millones de lectores, puras estrellas. Algo que, por otra parte, no tiene por qué ser bueno ni conveniente.
   Da la casualidad de que los dos últimos ejemplos de este intento melancólico fueron contemporáneos durante la última época "revolucionaria" de la literatura, la del tercer mundo: durante los años 50, pero sobre todo a partir de los 60 se publicaron, concentradas en un escaso espacio de tiempo, gran parte de las obras maestras de la narrativa latinoamericana. Estas, desde luego, cambiaron la historia de la literatura en castellano, pero llegaron a influir en todo el mundo.
   Semejante evento tenía, como la aparición de los Beatles, algo de preparación y negocio, pero una buena parte de explosión del ingenio. En aquellos años andaban publicando, por ejemplo: Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Borges, Vargas Llosa, Manuel Puig, Bryce Echenique, Ribeyro, Lezama Lima, Roa Bastos, Donoso y un largo etcétera del que forma parte, por ejemplo, Elena Poniatowska, a quien han concedido el Premio Cervantes de este año.
   Pero las conmemoraciones de este año son para Julio Cortázar, por el centenario de su nacimiento, y, por supuesto, Gabriel García Márquez, muerto hace apenas unos días.



   Se supone que ahora debería dedicar un buen número de líneas al elogio de ambos. Sin embargo, creo que ya se ha hecho mucho mal periodismo a su costa. Aquí quiero dejar apenas la sensación de alguien que los leyó justo cuando ya se estaban pasando de moda y que tuvo la sensación algo ingenua, hacia los 18 años, de que nunca había leído algo igual, de que, hasta entonces, se había perdido algo. 
   Me pasó con esas novelas emblemáticas cuyos principios ya suenan aprendidos, como el del Quijote: Rayuela y Cien años de soledad. Son historias excesivas, interminables, fascinantes, extrañas. No pretendo que os pongáis a leerlas inmediatamente. Pero sé que valió la pena:
¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. (Julio Cortázar)
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.  (Gabriel García Márquez)
O este otro capítulo.
    Aunque parezca solo un tópico, hay libros que son mucho más que eso. Están ahí, seguro, esperando. No tienen prisa. No obligan a nadie. No os los perdáis.